La reciente película de Hollywood “The Post: Los oscuros secretos del Pentágono”, referida a la cobertura de la guerra de Vietnam librada por EEUU, es una semi verdad que solo cuenta la última parte de la película. Ya que esos mismos medios presentados ahora como héroes mediáticos, fueron lo que apoyaron la escalada de esa espantosa guerra, librada sin intención alguna de ganarla por parte de EEUU. En el marco de una alta estrategia ideada por Henry Kissinger y el grupo Rockefeller, consistente en lograr una nueva entente con la URSS, para concretar una redivisión de sus áreas de influencia. Que le permitió a EEUU pasar a controlar Egipto, el país rector del Medio Oriente, para administrar el conflicto árabe israelí y los embargos petroleros, con el objeto de decuplicar el precio del petróleo y crear los petrodólares, reinstaurando el poder financiero en el mundo. Por ello, como da cuenta el licenciado en Ciencias de la Información Juan Manuel Fernández en la siguiente nota, la manipulación por parte de esos medios tuvo tres fases: la inicial de apoyo acrítico y exaltación guerrera, la intermedia de índole ambivalente, y la final de denuncia de la guerra, a la par que esa alta estrategia se iba cumpliendo.
Por Redacción – 23/2/2018
Algunas notas publicadas por el diario Clarín, evidencian su intención de poner al film “The Post: Los oscuros secretos del Pentágono”, dirigida por Steven Spielberg, protagonizada por notables actores, y referida a la actuación del Washington Post y The New York Times respecto la guerra de Vietnam, como un espejo de su accionar periodístico. Recalcando como se dice en ese film, que “el periodismo es para los gobernados, no para los gobiernos”.
https://www.clarin.com/opinion/periodismo-sigue-vigente_0_Hyh3qSGDM.html
No obstante que Clarín no puede explicar, por ejemplo entre otros, el extenso connubio que mantuvo con el gobierno kirchnerista, entre el 2003 y el 2008. Hasta la aparición de la crisis del campo, y la posibilidad de que Telecom y Telefónica brindaran servicios de televisión, lo que iba a arruinar el negocio de Cablevisión propiedad de Clarín. Connubio que le permitió obtener la ley de protección de industrias culturales, la colocación sobrevaluada de sus acciones en las AFJP – ANSES, la extensión de sus licencias de radiotelevision, y la aprobación de la fusión de Multicanal y Cablevisión, etc. Ocultando a cambio de ello la información, con la hoy escracha cotidianamente a las autoridades de entonces.
Ni tampoco puede explicar el connubio que mantiene ostensiblemente actualmente, igual que sucedió en los comienzos del kirchnerismo, con el macrismo. Del que obtuvo la derogación de la ley de medios que tanto lo afectaba, y la aprobación de la fusión de Telecom y Cablevisión. Además de otros negocios de diversa índole, alguno de ellos relacionados con el futbol, que había perdido en su disputa con el kirchnerismo.
De esa manera a partir de haberse quedado en 1951 con los avisos clasificados de La Prensa, el diario líder de entonces, tras el asesinato de un obrero de esta por parte de un grupo no identificado, en el marco de una huelga de canillitas, el pequeño diario CLARIN creció incesantemente, y aún más rápidamente cuando peor le iba al país. Manteniendo connubios con los sucesivos gobiernos de turno, tanto civiles como militares, hasta adquirir una posición dominante en todas las variantes del negocio de la comunicación y el entretenimiento. Resultando así su crecimiento inversamente proporcional a la debacle de Argentina.
La gran prensa y el poder
Pero el caso de Clarín, que pone en evidencia que el gran periodismo no es para los gobernados, sino para la gobernantes y el poder, no es una excepción, sino una regla en el gran periodismo. El que perfeccionado con la potencia de la televisión, se ha transformado en el principal medio de control social y manipulación de la opinión pública, conforme las necesidades e intereses de los gobiernos y el establishment de cada país.
Por ello Robert McNamara, el integrante del grupo Rockefeller que fue el gran impulsor de la escalada y luego de la desescalada de la guerra de Vietnam, acorde como si iba desarrollando la estrategia planeada por este poderoso grupo, afirmó que la única manera que había para ganar esa guerra, era “instalar un televisor en cada choza”.
Poniendo así de relieve el poder de manipulación del gran periodismo, que en relación a esa guerra primero la propició y ensalzó acríticamente, en cumplimiento de los planes del establishment liderado por el grupo Rockefeller. Y finalmente cuando estos habían conseguido sus objetivos, la denostó acerbamente. Al punto de hacerle aceptar al pueblo norteamericano la única gran derrota que tuvo su poder militar en el siglo veinte.
Pero esto no es ninguna novedad, ya que lo dijo el periodista editorialista del The New York Times John Swinton hace un siglo y medio, al responder a sus colegas en un brindis respecto la supuesta “prensa independiente”, con estas históricas palabras que aún resuenan aunque la gran prensa las oculte:
https://en.wikipedia.org/wiki/John_Swinton_(journalist)
“No hay nada en Estados Unidos como una prensa independiente… Todos ustedes son esclavos. Lo saben, y lo sé. No hay uno de ustedes que se atreva a expresar una opinión honesta. Si lo expresara, sabría de antemano que nunca aparecerá en forma impresa… El hombre que sería tan tonto como para escribir opiniones honestas estaría en la calle buscando otro trabajo.”
“El negocio de un periodista de Nueva York es distorsionar la verdad, mentir directamente, pervertir, vilipendiar, adular a los pies de Mammon, y vender su país y su raza por su pan de cada día, o por lo que es casi lo mismo: su salario. Tú lo sabes, y yo lo sé, y qué payasada es esa de la ¡”Prensa Independiente”! Somos las herramientas y vasallos de hombres ricos detrás de escena. Andamos a los saltos. Toman la cuerda y bailamos. Nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestras vidas, nuestras posibilidades, son todos propiedad de otros hombres. Somos prostitutas intelectuales”.
Ver John Swinton: La independencia de la prensa
Esta última frase de Swinton, hace recordar al pasaje del Apocalípsis de Juan, que habla de “la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas, con la cual han fornicado los reyes de la tierra, y los moradores de la tierra se han embriagado con el vino de su fornicación”. Llevándolos hasta el máximo desatino, como es la guerra. Urdidas en función de los intereses de esos reyes, tal como se verá seguidamente.
Una expresión mínima de este gran periodismo prostibulario, al servicio del poder en el orden local, la dio recientemente la filtración de la orden bajada desde “arriba” en el canal América, de la que dio cuenta el periodista José “Gaucho” Hernández, respecto como se debía cubrir la marcha organizada por Hugo Moyano, convertido hoy en el enemigo público Nº 1 del Gobierno de turno. Consistente en “mostrar que los camioneros son todos borrachos”.
Y esto no es una anomalía de la gran prensa, sino lo que sucede en la rutina diaria. A los efectos de direccionar el sentido de la noticia, y moldear a la opinión pública conforme los intereses del poder. Que en este caso el desliz fue luego tratado de emparchar por parte de América, diciendo que el audio había sido editado, etc. Sabiendo que la ingenua credibilidad de las audiencias, es la base del negocio del gran periodismo.
El verdadero objetivo de la guerra de Vietnam
El intríngulis de la guerra de Vietnam y su verdadero objetivo, está expuesto en la nota Necrología no autorizada de David Rockefeller (I) El magnicidio de los Kennedy y sus móviles. Ella fue una maniobra previa indispensable, en la alta estrategia elaborada por Henry Kissinger para el grupo Rockefeller, para luego de lograr un intercambio de zonas de influencia con la Unión Soviética (URSS) pasar a administrar el conflicto árabe israelí
Con el objetivo de decuplicar (multiplicar por 10) el precio del petróleo, para hacer posible la explotación del petróleo offshore del Mar del Norte, y el de Alaska. Que tenían costos muy superiores a los dos dólares el barril, que era el precio vigente antes del Shock Petrolero de 1973, que fue el punto culminante de esa alta estrategia.
Y concomitantemente poner en marcha el poder de los petrodólares, mediante su reciclaje financiero. En base al cual EEUU sostuvo la carrera armamentística en la Guerra Fría, hasta lograr el agotamiento de la URSS. Y con el cual EEUU y el Reino Unido alinearon a los Países No Alineados, mediante sus endeudamientos externos. Reflotando así la “política de la libra esterlina”, con la que el Reino Unido había construido su imperio.
Para la administración del conflicto árabe israelí, era indispensable controlar a Egipto. El país rector de los países árabes, que por entonces bajo el liderazgo de Gamal Abdel Nasser, estaba bajo la órbita de la URRS. Y para lograr esto era necesario arribar a una nueva entente con la URSS, para concretar una redivisión de sus áreas de influencia. La que fue lograda mediante la escalada de la guerra de Vietnam por parte de EEUU, librada por este sin intención alguna de ganarla.
Así de esta manera, el desenlace de la guerra de Vietnam con la retirada de EEUU de allí, coincidió con la caída de Nasser en Egipto, y la retirada rusa de este país. Seguida de la guerra de Yom Kippur, y el embargo petrolero árabe. Que de allí en adelante plasmó un precio del petróleo, diez veces superior o más al que regía previamente. Apareciendo así el poder financiero de los petrodólares en todo su esplendor, y posibilitando la explotación del petróleo del Mar del Norte y Alaska.
Un obstáculo cierto a estos planes, fue la decisión asumida por el presidente John F. Kennedy, de desescalar la guerra de Vietnam. Quién emitió incluso una orden en tal sentido, tal como lo acredita el periodista y licenciado en Ciencias de la Comunicación, Juan Manuel Fernández, en la siguiente nota: “El mito de la prensa como adversario en la guerra de Vietnam”.
En la cual da cuenta de toda la película respecto la actuación de la gran prensa norteamericana en dicha guerra. Y no solamente el último capítulo de ella, que narra sesgadamente el film The Post, falseando la verdad al contar solo una tercera parte de ella.
Ocultando que previamente la gran prensa de EEUU la había apoyado acríticamente y exaltado. Y luego le dio una cobertura ambivalente, conforme se iban desarrollando los planes de Kissinger y los Rockefeller. Incurriendo así en una doble manipulación, al presentar como héroes a quienes en realidad era los grandes villanos en la película.
El oportuno asesinato de Kennedy, nunca debidamente explicado, y la asunción como presidente en su reemplazo del representante del lobby petrolero texano, Lyndon Johnson, hizo que dicha orden se revocara. Y a la inversa, la escalada de la guerra se incrementó sustancialmente, en búsqueda de la ansiada entente con la URRS, que se plasmó en la década siguiente.
Y así EEUU perdió una guerra que no quería ganar, pero se impuso en la Guerra Fria que partía al mundo en dos, y extendió su dominio a todo el orbe, con el control de petróleo y el reciclaje financiero de los petrodólares. Pasando a un plano superior, no perdió una batalla para ganar una guerra, sino perdió una guerra (Vietnam) para poder administrar otra guerra (Yom Kippur) y adquirir así una hegemonía mundial, que ahora medio siglo después parece estar desmoronándose.
El mito de la prensa como adversario en la guerra de Vietnam
Veinte años después de su conclusión, la guerra de Vietnam mantiene vivos algunos de los mitos que hicieron singular este conflicto. Seguramente no podía ser de otra manera para una generación que se formó con las imágenes de los soldados en la jungla, las protestas pacifistas, los disturbios raciales y que veía la televisión como un psicodrama nacional.
Uno de los planteamientos más comunes acerca de la cobertura informativa de la guerra es considerar a la prensa como un adversario del poder político y militar que, mediante una labor permanente de hostigamiento y crítica, favoreció al enemigo en el campo de batalla, minó el apoyo de la sociedad norteamericana a sus dirigentes y resultó decisiva en la derrota final. El general William C. Westmoreland sentenció: “Vietnam fue la primera guerra de la historia perdida en las columnas del New York Times”.
El análisis de la actuación de los medios informativos en el seguimiento de este conflicto conduce a una conclusión diferente: los medios norteamericanos más influyentes respaldaron e incluso aplaudieron con entusiasmo las decisiones que fueron adoptando los presidentes John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson en el proceso de la progresiva implicación de Estados Unidos en la guerra. Es más, la prensa siempre fue a remolque de las directrices oficiales y no ejerció, salvo minoritarias excepciones, la oportuna crítica ni el análisis de los riesgos que, en determinados casos, podían derivarse de las actuaciones oficiales.
Esta conclusión se refiere al período comprendido entre 1961 y 1968, que se inicia con las primeras bajas de los consejeros militares enviados a Vietnam del Sur y llega hasta la ofensiva del Tet, en la que se alcanza la cota de más de medio millón de soldados norteamericanos, así como el grado máximo de confusión política y periodística en la percepción de la guerra.
Con las precauciones que deben imponerse ante un acontecimiento de enorme complejidad y que se prolongó durante quince años, se puede afirmar que en ese período los medios informativos incumplieron su primer compromiso social, que era explicar a los ciudadanos, desde todos los puntos de vista posibles, la gravedad del conflicto y sus fatales consecuencias.
En una fase siguiente (hasta los acuerdos de París de 1973 y la posterior caída de Saigón dos años después), los medios se sumaron al coro creciente de los que pedían la retirada y la repatriación inmediata de los soldados. Sólo en esta segunda etapa puede hablarse de algunos casos de actuación periodística autónoma, basados en una libertad informativa que ya nunca volvería a repetirse.
Su influencia, especialmente a través de la televisión, no incidió tanto en el curso general de los acontecimientos como en la formación de una conciencia social contra la guerra. No obstante, ya se habían producido reacciones que impulsaban esta postura: las protestas populares en las calles de las principales ciudades, el predominio de un sector dominante de “palomas” dentro del partido demócrata (Robert Kennedy, McCarthy, McGovern…) y hasta la deserción del artífice de la “escalada”, el secretario de Defensa, Robert McNamara.
La actitud condescendiente de la prensa con la administración, sobre todo en los momentos decisivos de los primeros años, no puede responsabilizar a los periodistas de la derrota final –como con interesado simplismo se argumentó desde la cúpula militar– sino que, en todo caso, los culpa de no prevenir a los ciudadanos del significado auténtico de la guerra de Vietnam.
Frente a quienes consideran que los medios desempeñaron un papel decisivo en el curso de los acontecimientos, Seymour Hersh, el periodista-investigador más destacado del país y autor de las revelaciones sobre la matanza de My Lai, afirma que “Vietnam fue una historia de mentiras y evasivas” y se lamenta de que la “prensa no pueda hacer nada cuando un gobierno decide mentir”.
La administración Kennedy movió desde el principio los hilos de los grandes medios informativos. Es conocida la influencia que ejercía sobre ellos el propio presidente, que no tenía reparos en telefonear a media noche a los directores o a sus “amigos”, los corresponsales acreditados en la Casa Blanca, para indicarles el sentido que deberían dar a sus informaciones o mostrar su irritación cuando éstas no le parecían oportunas.
Sólo en este contexto de indudable intimidación y de casi reverencial sumisión periodística hacia John F. Kennedy pueden entenderse los “silencios” de los medios influyentes ante algunas de las más arriesgadas iniciativas de la administración en política exterior.
Es muy conocido el requerimiento del presidente al New York Times, aludiendo a la seguridad nacional, para que el diario no publicase las maniobras subversivas contra Fidel Castro, previas a la operación de bahía de Cochinos, así como la respuesta favorable de los responsables del periódico; como tampoco hay dudas sobre la formulación del “derecho a mentir”, expresada por el portavoz del departamento de Defensa, Arthur Sylvester, durante la crisis de los misiles.
La llegada paulatina a Saigón de los consejeros militares norteamericanos (1.200 en noviembre de 1961 y 16.000 en noviembre de 1963) se fue realizando con el asentimiento de una prensa que demostró escaso interés en contrastar la información que recibía de las fuentes oficiales. El 12 de diciembre de 1961, el Times se hizo eco de que las tropas norteamericanas habían sido autorizadas a prestar su “primera ayuda militar directa” al ejército de Vietnam del Sur, pero relegó la noticia a su página 21.
Unos días más tarde, el 20 de diciembre, reservaba un pequeño espacio de su portada a informar de que los soldados norteamericanos habían sido “autorizados a disparar en zonas de combate” contra el Vietcong. No obstante, en su rueda de prensa del 15 de enero de 1962, tres semanas después de la muerte en acción del primer soldado norteamericano, un periodista le preguntó directamente a Kennedy: “¿Combatimos en Vietnam?” El presidente se limitó a contestar: “No” y dio por zanjada la cuestión, sin que ningún otro reportero insistiera en el asunto.
Al principio de los años sesenta, la prensa norteamericana apenas disponía de especialistas rigurosos en la información procedente del continente asiático. Sólo Keyes Beech (Chicago Daily News), Robert Elegant (Newsweek) o Marguerite Higgins (New York Herald Tribune) podían ser considerados como “old Asia hands”.
Pero su dilatada experiencia provenía de la guerra de Corea, que habían cubierto como corresponsales, o de sus estancias en Japón y Filipinas. Indochina presentaba otra complejidad y pronto se iba a comprobar que la guerra de Vietnam sería diferente a aquellas anteriores en las que habían estado en juego intereses norteamericanos.
La desinformación sobre la realidad vietnamita era general en el gobierno, el congreso y la sociedad de Estados Unidos. En sus recientes memorias, McNamara cree que la falta de funcionarios conocedores de esa área fue una de las consecuencias del macartismo, lo que condujo, entre otras razones, al desastre en Vietnam. “No disponíamos de expertos en el sureste asiático a quienes consultar en el momento de la toma de decisiones”.
La mayoría de los periodistas enviados a Saigón reconocen la escasa o nula preparación cultural y política con que llegaron a ese destino. “Nunca a los norteamericanos nos había interesado Vietnam”, recuerda Robert Scheer, de Los Angeles Times, y George Reedy, que sería secretario de prensa de Johnson en 1964 y 1965, señala –y parece que hay consenso sobre ello– que “Vietnam fue un tipo de guerra que la prensa no estaba preparada para cubrir”.
La falta de cualificación técnica de la mayoría de los reporteros sobre el armamento y las tácticas militares ha sido utilizada tradicionalmente por los mandos del ejército como justificación para defender las restricciones informativas, tal y como se puso de relieve en el transcurso de la guerra del golfo Pérsico.
En 1991, el general R. I. Neal, portavoz del contingente norteamericano en Arabia Saudí, se quejaba de las preguntas superficiales de los reporteros, de igual forma que, treinta años antes, sus compañeros se lamentaban de que los corresponsales en Saigón nunca hicieran las preguntas correctas. El estamento militar suele mostrar su malestar por estas carencias de los periodistas y, sin embargo, no acostumbra a protestar de otras más graves, como son las de tipo cultural, político o social que, en ocasiones, les han impedido entender el trasfondo de los acontecimientos.
En 1960, la visita triunfal a Estados Unidos del presidente survietnamita, Ngo Dinh Diem, demostró que la maquinaria propagandística estaba a punto. Un semanario le llamó el “Washington asiático” y los medios saludaban entusiastas al artífice del “milagro vietnamita”, que actuaba como contención de la expansión comunista en esa zona del mundo.
Como reveló años más tarde un estudio de Susan Welsh, una graduada en Ciencias Políticas de la universidad de Illinois, los principales diarios del país fueron sumisos a la doctrina oficial del gobierno, defensora de la progresiva implicación de Estados Unidos en el sureste asiático.
Welsh presentó su trabajo titulado “The press and foreing policy: the definition of the situation”, (“La prensa y la política exterior: definición de la situación”) en la convención de la Asociación Americana de Ciencias Políticas celebrada en Los Angeles en septiembre de 1970. La autora llegaba a la conclusión de que gobierno y prensa coincidían en considerar a Indochina como “un área vital para nuestros intereses, con un claro caso de agresión comunista y que tiene que ser detenida”.
La cada día más numerosa presencia de consejeros militares norteamericanos en Vietnam fue despertando el interés informativo sobre ese país. En 1961, sólo una docena de periodistas extranjeros estaban destinados en Saigón, la mitad de ellos trabajando para medios estadounidenses.
El Times de Nueva York era entonces el único diario con un corresponsal permanente, Homer Bigart, prestigioso corresponsal de la Segunda Guerra mundial, al que pronto se unió David Halberstam. Graduado en Harvard, se había incorporado al periódico en 1960 y su primer destino fue el Congo, tras la rebelión de la provincia de Katanga.
La labor de Halberstam en la capital survietnamita entre 1962 y 1964 fue merecedora del premio Pulitzer –compartido con Malcolm Browne, de la agencia AP– y brillaba por su claro compromiso en favor de la independencia, en contra de los poderes de la administración y, en ocasiones, de la postura de su propio periódico. Su trabajo fue motivo de encendida controversia dentro y fuera de los ambientes profesionales.
El primero que sufrió de forma directa el rigor de la censura fue el semanario Newsweek. Las autoridades survietnamitas expulsaron a su corresponsal, François Sully, autor de un artículo titulado “Vietnam, la desagradable verdad” (22 de agosto de 1962), en el que criticaba el comportamiento de la familia Diem. La revista no apoyó a su reportero y lo sustituyó por Kenneth Crawford, católico y recomendado por el departamento de Estado, cuyo primer trabajo (10 de diciembre) se dedicó a elogiar el buen gobierno de Vietnam del Sur.
La postura de la dirección de Time no era diferente. La publicación, concebida por su fundador como el mejor representante de la diplomacia norteamericana, se permitió criticar, en septiembre y octubre de 1963, a los corresponsales acreditados en Saigón porque con sus comentarios “contribuyen a la confusión general”. Poco antes, sus enviados especiales, Charles Mohr y Morton Perry dimitieron en protesta por la manipulación que los editores de Nueva York habían realizado en sus informaciones.
Al comienzo de la guerra, las críticas periodísticas a la implicación de Estados Unidos en el conflicto eran extremadamente minoritarias y contestadas sin rubor por los portavoces oficiales como un ejemplo de la propaganda del adversario. El secretario de Estado, Dean Rusk, se permitió interpelar a un periodista que le había formulado una pregunta incómoda: “¿Pero usted a favor de quién está?”. Incluso el presidente Johnson, en un viaje a Saigón, tachó en público de “antipatriotas” a Halberstam y a su compañero de la agencia UPI, Neil Sheehan.
Hasta muy avanzada la década de los sesenta, el New York Times hacía suya la versión de las fuentes militares de Washington y empleaba su mismo lenguaje, que resultaba especialmente descarnado en lo relativo a la agresión comunista, letanía característica del período de la guerra fría. El periódico más influyente del país –que marca la “agenda informativa” del resto de los medios y, sobre todo, de la televisión– defendía la necesidad del fortalecimiento económico y militar del régimen de Vietnam del Sur.
Prueba de la posición editorial del diario fue su polémica con el filósofo Bertrand Russell, que envió un escrito a la sección de “Cartas al director” en el que denunciaba la “atrocidad” de los bombardeos con napalm sobre la población vietnamita y acusaba al gobierno de Estados Unidos de “estar dirigiendo una guerra de aniquilación en Vietnam”.
Los cuatro párrafos de su texto aparecieron, sin el más mínimo relieve tipográfico, en la edición del ocho de abril de 1963. Ese mismo día, en uno de sus editoriales, el Times negaba las imputaciones de Russell, de cuya carta decía que representaba “una irreflexiva receptividad a la más transparente propaganda comunista” y responsabilizaba a la aviación survietnamita del empleo del napalm.
Sólo unos meses después, el diario dio muestra de una pequeña fisura en su, hasta entonces, inquebrantable apoyo al gobierno, al menos en lo relativo al empleo de otras fuentes informativas. En agosto de 1963, la suerte del régimen de Diem parecía echada, ya que el dictador se mostraba incapaz de controlar al país y disciplinar a su ejército, nido de corrupción que hacía ineficaz la cuantiosa ayuda norteamericana para la lucha contra el Vietcong.
El departamento de Estado había realizado ya varias advertencias a Diem, que el periódico siempre respaldó. El 22 de agosto, la revuelta de los sacerdotes budistas fue replicada por el católico presidente de Vietnam del Sur con la ley marcial y la orden de asalto a las pagodas. En su portada del día siguiente, en un ejercicio de impecable asepsia informativa, el periódico concedía un tratamiento inusual a la noticia.
Publicaba la crónica enviada por Halberstam desde Saigón en la que responsabilizaba a la policía secreta de haber reprimido a la población budista y, con idéntica presentación, incluía también la crónica de Tad Szulc, desde Washington, en la que se recogía la versión oficial, que culpaba directamente al ejército survietnamita. Tal diferencia resultaba valiosa en ese momento para evaluar el poder real del presidente Diem.
Fue ésta la primera vez que, en el decisivo asunto de Vietnam, el Times se permitía confrontar la fuente de la administración con otra conseguida sobre el terreno. En los años siguientes se repitieron los casos en los que un comentario editorial venía a desmentir o matizar la crónica de su corresponsal, lo que ha permitido a algunos observadores referirse a la “cobertura ambivalente” ejercida por este diario entre 1963 y 1968.
También en el Washington Post y en otros periódicos se repetiría este modelo en los años siguientes. (Las crónicas desgarradoras de Ward Just con los testimonios recogidos en el frente, mostraban una realidad muy distinta a la de los editoriales victoriosos de J. R. Wiggins en el Post de 1967 y 1968).
Esta doble cobertura muestra, para unos, el respeto a las distintas fuentes informativas y, para otros, constata la sumisión de los editorialistas a la política oficial, incluso frente a la opinión de sus propios corresponsales. Unos años más tarde, la ambivalencia resultaría insostenible en el interior de las redacciones y se manifestaría en muchos casos de forma radical. (En el Times el enfrentamiento entre Hanson Baldwin, el veterano corresponsal militar, y Harrison Salisbury, que, en la Navidad de 1966, viajó a Hanoi para informar de los bombardeos secretos norteamericanos, provocó una fractura interna de la que el diario tardó muchos años en recuperarse).
El 1 de noviembre de 1963, un golpe de Estado apartó del poder a Diem, que fue asesinado ese mismo día junto a su hermano, protagonista decisivo de la política vietnamita. La Casa Blanca daba la bienvenida a la nueva situación y, en plena sintonía, los periódicos se felicitaban del final de ese régimen, al que ahora calificaban de ineficaz, corrupto e impopular.
Unos días antes se había producido un nuevo intento de Kennedy por influir en la información del New York Times cuando, el 22 de octubre, llegó a sugerir a su editor, Arthur Ochs Sulzberger, que buscase otro destino profesional a su corresponsal en Saigón. “¿No cree que se involucra excesivamente en los temas?”, insinuó el presidente, según la versión de James Reston, presente en la conversación.
Halberstam no perdió su puesto y siguió en Vietnam un año más.
Para muchos observadores, las crónicas del corresponsal –críticas siempre con Diem y el apoyo norteamericano a su despótico régimen– influyeron notablemente en el cambio de actitud estadounidense que, desde la primavera de 1963, había iniciado la búsqueda de un recambio para el gobierno de Saigón.
En cualquier caso, el asesinato del presidente Kennedy, sólo 21 días después del golpe que derrocó a Diem, ha dejado sin resolver la duda sobre cuál hubiera sido el camino de Estados Unidos en la nueva etapa vietnamita. La polémica de los historiadores está centrada en una comunicación interna –el NSAM 263 del 11 de octubre de 1963– dirigida al presidente tras la estancia en Saigón de McNamara y Maxwell Taylor, presidente de la junta de jefes de Estado Mayor.
El documento esboza un tímido plan de retirada y sólo permite un interesante ejercicio de interpretación repleto de incógnitas, pues fue modificado por Johnson nada más llegar a la presidencia. En él se basan Arthur Schlesinger, Roger Hilsman y otros consejeros de Kennedy para sostener que sólo el asesinato de Dallas impidió la orden de retirada de los primeros mil consejeros en Vietnam, a la que hubiera seguido el regreso de todos ellos antes de 1965.
El hecho es que, muy al contrario, la implicación militar directa ya no admitía dudas en el transcurso de 1964. El presidente Johnson había decidido implicarse hasta el fondo en esta “guerra heredada”, como la califica una y otra vez en sus memorias. En agosto, el incidente naval en el golfo de Tonkin, presentado al Congreso como una provocación de las unidades norvietnamitas –los “documentos del Pentágono” demostraron años después, que fue justamente lo contrario– dejó manos libres a Johnson para ordenar el desembarco de Da Nang en febrero de 1965 y desplegar en Vietnam del Sur un ejército superior a los 200.000 hombres.
También en este caso, el apoyo masivo del Congreso al presidente, conocido como la “resolución de Tonkin”, fue aplaudida por toda la prensa con entusiasmo. Para el Washington Post, Johnson “podía demostrar al mundo la unidad del pueblo norteamericano”, el Times insistía en que el presidente “tiene la prueba de un Congreso unido y una nación unida”; según Los Angeles Times era una “advertencia suficiente para que los comunistas no intenten nuevas locuras” y hasta el Wall Street Journal se felicitaba de que acabase “la indecisión con los rojos”.
Vietnam era ya “una guerra norteamericana” y la percepción de la sociedad estadounidense empezó a cambiar, sensible a la llegada de los féretros con los soldados. La propaganda de los portavoces oficiales era tan entusiasta como siempre, pero muchos reporteros fueron poniendo en duda el favorable recuento de bajas y objetivos destruidos que se realizaba todas las tardes en el cuartel general de Saigón.
Incluso en el interior del país, el Washington Post, que en esa época era de los menos severos con la administración, se refirió a la “falta de credibilidad” que empezaba a mostrar el presidente y hasta su más respetado comentarista, Walter Lippmann, llegó a denunciar, en diciembre de 1965, que, en el asunto de Vietnam, el orgullo “nos impide reconocer una equivocación”.
Cuando la versión oficial reclamaba un último esfuerzo, con el envío de más y más soldados para terminar con la guerra que, según repetían, se estaba ganando, se produjo la ofensiva del Tet, en enero de 1968. El masivo levantamiento de los guerrilleros del Vietcong puso en evidencia a los servicios de inteligencia norteamericanos y demostró la gran organización clandestina del FLN, tanto en las aldeas como en el corazón de las ciudades. Los norteamericanos presenciaron asombrados las imágenes de televisión, que mostraban los cuerpos de los guerrilleros muertos en los jardines de la embajada (de EEUU en) Saigón, que llegaron a tomar durante toda una noche.
La ofensiva se había reprimido en menos de un mes, con el resultado de 40.000 muertos del Vietcong, pero lo que globalmente era considerado un claro triunfo militar norteamericano, fue entendido por la población como una derrota. No podía ser cierto que se estuviera ganando una guerra, en la que el enemigo casi toma por sorpresa nuestra embajada, fue la conclusión.
La cobertura periodística resultó determinante en esta apreciación muy criticada años después. Lo cierto es que la televisión llevó a todos los hogares “la guerra del cuarto de estar”, llamada así por el crítico Michael Arlen, los horrores de un largo conflicto que había entrado en un callejón sin salida, del que había que salir “y no como vencedores, sino negociando como un pueblo con honor”, dijo Walter Cronkite el 27 de febrero, desde el púlpito más respetado del país, su telediario de la CBS.
Lyndon B. Johnson, un presidente que se sentía derrotado por los medios informativos, compareció ante las cámaras la noche del 31 de marzo, abatido y con su nivel más bajo de popularidad, para anunciar que no se presentaría a la reelección, al tiempo que ordenaba la suspensión de los bombardeos sobre Vietnam del Norte y ofrecía la apertura de negociaciones. El mantenimiento en Vietnam de 541.000 soldados había paralizado la acción de su gobierno e impedido la financiación de su más ambicioso proyecto, la “Great Society”.
A partir de entonces, el movimiento de protesta, iniciado en 1965, cobró toda su fuerza. En noviembre de 1969, Washington vivió la concentración más numerosa de su historia, con 250.000 personas en la llamada “marcha contra la muerte”. La prensa más influyente se mostraba unánime en pasar la página de Vietnam y concentrar todo el esfuerzo en las negociaciones de París. Entonces, ya nadie podía eludir la presión de los medios. McNamara, que presentó su dimisión a Johnson el 23 de febrero de 1968, ha recordado en su particular mea culpa: “a causa de los periódicos (…) vivíamos bajo la mirada vigilante y la crítica, que fue más aguda que nunca”.
El Washington Post había realizado un cambio en su dirección y, en un reajuste de su línea editorial, explicaba la intervención como un error y afirmaba que Indochina ya no era vital para los intereses norteamericanos. Hasta su propietaria, Katherine Graham, amiga personal de todos los presidentes demócratas, había dejado de hablarse con Johnson en 1967, si bien posteriormente hizo pública una carta en la que aseguraba mantener su afecto personal por encima de las contingencias políticas.
Nixon llegó a la Casa Blanca con la promesa de conseguir un acuerdo diplomático y permitir la vuelta a casa de los soldados. En el momento del relevo presidencial, enero de 1969, habían muerto en Vietnam 31.000 estadounidenses y casi trescientos más lo hacían cada semana. La retirada de los primeros 50.000 militares estadounidenses se inició el 8 de junio de 1969. El New York Times aprobó la medida “como un primer paso hacia la liberación del compromiso”. Cuando en septiembre regresaron otros 10.000, el diario reaccionó con impaciencia, calificando ese número como “no significativo” (2 de octubre de 1969).
La población mostraba ya su hastío hacia las imágenes diarias de la guerra y algunos medios parecieron entrar en una repentina carrera por ver cuál era capaz de revelar más atrocidades –la mayoría rigurosamente ciertas– sobre la actuación de un ejército desmoralizado. El número de corresponsales acreditados en Saigón era de 637 en 1968, 392 en 1970, 295 en 1972 y sólo 35 en 1974. Cuando en la primavera de 1975 avanzaba imparable la ofensiva norvietnamita sobre la capital del Sur, muchos reporteros volvieron apresuradamente para no perderse el acontecimiento que pondría fin a la gran experiencia profesional de sus vidas.
El 30 de abril cayó Saigón. El veterano corresponsal en Asia, Keyes Beech, escribió en el último momento de la evacuación: “Se cierra la puerta del helicóptero y con ella el capítulo más humillante de la historia norteamericana”. Con la perspectiva de los años transcurridos, puede afirmarse que durante el conflicto del sureste asiático:
– La relación entre la administración y los medios informativos carecía de precedentes y no se ha vuelto a repetir.
– El estamento militar extrajo conclusiones que llevó a la práctica en conflictos posteriores (invasión de Granada, desembarco en Panamá y guerra del golfo Pérsico), tendentes a controlar los movimientos de la prensa e impedir su libre acceso a las diversas fuentes.
– La interpretación periodística de los acontecimientos fue, en general, favorable al poder político y militar en la primera mitad del conflicto y contribuyó a precipitar la retirada y los acuerdos de paz en su parte final.
– Sólo en algunos casos los reporteros llegaron a mostrarse críticos con los planes oficiales; en contadas ocasiones descubrieron actuaciones que el ejército había silenciado y cuya revelación resultó decisiva.
– Las fuentes oficiales cayeron en el descrédito, que se repitió en los años siguientes del Watergate y es ya una característica “natural” en el diálogo entre el poder y la prensa.
La siempre compleja relación entre estas instituciones presenta también otras notas propias en el caso de la guerra de Vietnam: su larga duración, el desconocimiento general en torno a las causas que la motivaron, un clima de acusado enfrentamiento generacional y la política de ocultación practicada desde un primer momento por la Casa Blanca.-
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