En un reciente video que se hizo viral el anciano senador estadounidense Richard Blumenthal del Partido Demócrata, expresó: “A mis compatriotas estadounidenses, permítanme decirles una cosa: en Ucrania están haciendo valer su dinero. El Ejército ruso se ha reducido a la mitad. Su fuerza se ha reducido en un 50% sin la pérdida de un solo soldado estadounidense y con menos del 3% de nuestro presupuesto militar. Es toda una ganga en términos militares”.
Por su parte su colega del Partido Republicano Mitt Romney, lo secundó diciendo: “Creo que es el mejor gasto en defensa nacional que hemos hecho jamás”. En su cuarto viaje a Ucrania, coincidiendo con el Día de la Independencia de Ucrania (24 de agosto), Blumenthal se reunió con el presidente Volodímir Zelenski y con altos funcionarios ucranianos, para ratificar nuevamente el apoyo estadounidense a Kiev.
Y afirmó: “La lucha de Ucrania por la democracia y la libertad contra una invasión rusa no provocada es nuestra lucha. Putin no se detendrá con Ucrania y el fracaso solo envalentonaría a nuestros adversarios”. Pero en una posterior entrevista con un Connecticut Post, estado al que representa, dejando de lado las declamaciones, insistió con su visión militarista económica a favor de EEUU diciendo: “Incluso los estadounidenses que no tienen ningún interés particular en la libertad y la independencia de las democracias en todo el mundo deberían estar satisfechos de que estamos obteniendo el valor de nuestro dinero en nuestra inversión en Ucrania”.
Sin embargo el mensaje del senador Blumenthal no es unívoco en EEUU ni en su Congreso. Al respecto Thomas Massie, integrante de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos por el Partido Republicano, dijo en su cuenta en X: “es inmoral hablar con tanta insensibilidad de las vidas ucranianas y rusas, como si las bajas masivas fueran una ganga económica porque no son estadounidenses: ¿Cuántas familias de cada bando se han quedado sin hermanos, padres y maridos?”.
Al respecto resulta sumamente interesante el largo ensayo publicado recientemente en HARPER’S MAGAZINE, ¿Por qué estamos en Ucrania? – Sobre los peligros de la arrogancia estadounidense” de los autores Benjamin Schwarz y Christopher Layne, del que seguidamente Stripteasedelpoder.com publica su traducción. En el cual sus autores hacen una lúcida crítica al accionar de EEUU en Ucrania, mostrando la notable responsabilidad que tiene en relación con ese trágico conflicto, con el que ha pretendido hundir a Rusia en un nuevo y mas profundo Afganistan, dispuesto a luchar contra Rusia “hasta el último ucraniano”, y los enormes peligros que ello acarrea para el mundo.
En el dan cuenta de la incesante expansión de una OTAN, al servicio exclusivo de los intereses de EEUU. Señalan el mesianismo injerencista adoptado por EEUU, tras triunfar en la Guerra Fría contra la URSS, en países donde supuestamente “no reina la libertad”, por supuestas razones de seguridad nacional. Puntualizan el doble cartabón que practican, en un mundo basado supuestamente en reglas, que no se destaca por cumplirlas. Incluyendo la alteración por la fuerza de las fronteras de un estado soberano, como hizo a los bombazos con Serbia.
Denuncian también la búsqueda encubierta por parte de EEUU del predominio nuclear, más allá de sus declaraciones, a los efectos de dejar atrás la disuasión nuclear mutua, para pasar a detentar una hegemonía nuclear que le permita imponer condiciones de sumisión, bajo la amenaza de un ataque nuclear preventivo.
Cuestionan que EEUU haya cruzado la última línea roja en sus relaciones con Moscú, con la tácita incorporación de Ucrania a la OTAN. Al negar EEUU que otros países pretendan contar con “esferas de influencia”, a los efectos de que su “esfera de influencia” se extienda y se mantenga en todo el orbe, cayendo así en la hubris o desmesura que lo llevaría a la catástrofe.
Comparan acertadamente la cuestión de Ucrania con Rusia, con las crisis de los misiles con Cuba y la URSS, y como eso dejó una lección no aprendida en ciertos sectores de EEUU que los han llevado a la arrogancia. Y plantea que una nueva estructura de seguridad exclusivamente europea debería reemplazar a una OTAN, que al servicio de EEUU ha extraviado sus objetivos, la que dicho sea de paso en Argentina fue la que impulsó la Guerra de Malvinas de 1982.
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Y finaliza diciendo “Las políticas que Washington ha aplicado hacia Moscú y Kiev, a menudo bajo la bandera de la rectitud y el deber, han creado condiciones que hacen que el riesgo de una guerra nuclear entre Estados Unidos y Rusia sea mayor que nunca. Lejos de hacer que el mundo sea más seguro poniéndolo en orden, lo hemos hecho aún más peligroso.-
Benjamin Schwarz es licenciado en historia en la Universidad de Yale, fue analista en la RAND Fundación, y se ha desempeñado como editor en diversos medios. Por su parte Christopher Layne es un académico especializado en política exterior, profesor en la catedra Inteligencia y Seguridad Nacional en la Universidad de Texas, y se ha desempeñado como analista en CATO Institute y RAN Corporation. Ambos adhieren a la escuela neorrealista en política exterior.
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¿Por qué estamos en Ucrania? Sobre los peligros de la arrogancia estadounidense
Por Benjamin Schwarz, Christopher Layne
Desde Murmansk en el Ártico hasta Varna en el Mar Negro, los campos armados de la OTAN y la Federación Rusa se amenazan entre sí a través de una nueva Cortina de Hierro. A diferencia de la larga lucha crepuscular que caracterizó a la Guerra Fría, la confrontación actual es decididamente candente.
Como reconocen con aprobación la exsecretaria de Estado Condoleezza Rice y el exsecretario de Defensa Robert Gates, Estados Unidos está librando una guerra de poder con Rusia. Gracias a los esfuerzos de Washington para armar y entrenar al ejército ucraniano e integrarlo en los sistemas de la OTAN, ahora estamos presenciando el enredo militar más intenso y sostenido en los casi ochenta años de historia de competencia global entre Estados Unidos y Rusia.
Los lanzacohetes, los sistemas de misiles y los drones de Washington están destruyendo las fuerzas de Rusia en el campo; indirectamente y de otra manera, Washington y la OTAN son probablemente responsables de la preponderancia de bajas rusas en Ucrania. Según se informa, Estados Unidos proporcionó inteligencia de campo de batalla en tiempo real a Kiev, lo que permitió a Ucrania hundir un crucero ruso, disparar contra los soldados en sus cuarteles y matar hasta una docena de generales de Moscú.
Es posible que Estados Unidos ya haya cometido actos de guerra encubiertos contra Rusia, pero incluso si el informe que culpa del sabotaje de los oleoductos Nord Stream a una operación naval estadounidense autorizada por la Administración Biden está equivocado, Washington está al borde de un conflicto directo con Moscú. Seguramente, las fuerzas nucleares de los Estados Unidos y Rusia, siempre listas, están en un estado elevado de vigilancia. Excepto por la Crisis de los Misiles en Cuba, los riesgos de una escalada rápida y catastrófica en el enfrentamiento nuclear entre estas superpotencias son mayores que en cualquier otro momento de la historia.
Para la mayoría de los legisladores, políticos y expertos estadounidenses, liberales y conservadores, demócratas y republicanos, las razones de esta peligrosa situación son claras. El presidente de Rusia, Vladimir Putin, un autoritario anciano y sediento de sangre, lanzó un ataque no provocado contra una democracia frágil.
En la medida en que podamos atribuir motivos coherentes para esta acción, se encuentran en la psicología paranoica de Putin, su intento equivocado de elevar su posición política interna y su negativa a aceptar que Rusia perdió la Guerra Fría. Con frecuencia se describe a Putin como voluble, engañado e irracional, alguien con quien no se puede negociar sobre la base del interés propio nacional o político.
Aunque el líder ruso habla a menudo de la amenaza a la seguridad que representa la posible expansión de la OTAN, esto es poco más que una hoja de parra para su voluntad de poder desnuda e inexplicable. Por lo tanto, tratar de negociar con Putin sobre Ucrania sería un error del orden de los intentos de “apaciguar” a Hitler en Munich, especialmente porque, para citar al presidente Biden, la invasión se produjo después de “todos los esfuerzos de buena fe” de Estados Unidos y sus aliados. para involucrar a Putin en el diálogo.
Esta historia convencional es, desde nuestro punto de vista, tanto simplista como egoísta. No tiene en cuenta las objeciones bien documentadas y perfectamente comprensibles que los rusos han expresado hacia la expansión de la OTAN en las últimas tres décadas, y oscurece la responsabilidad central que los arquitectos de la política exterior de EE. UU. tienen en el callejón sin salida.
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Tanto el papel global que Washington se ha asignado a sí mismo en general, como las políticas específicas de Estados Unidos hacia la OTAN y Rusia, han llevado inexorablemente a la guerra, como muchos críticos de la política exterior, entre ellos nosotros, hemos advertido durante mucho tiempo que sucedería.
Cuando los soviéticos abandonaron Europa central y oriental al final de la Guerra Fría, imaginaron que la OTAN podría disolverse junto con el Pacto de Varsovia. El presidente soviético Mikhail Gorbachov insistió en que Rusia “nunca aceptaría asignar [a la OTAN] un papel de liderazgo en la construcción de una nueva Europa”.
Reconociendo que Moscú vería como una amenaza la existencia continua del principal mecanismo estadounidense para ejercer la hegemonía, el presidente de Francia, Francois Mitterrand, y el ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, Hans Dietrich Genscher, se propusieron construir un nuevo sistema de seguridad europeo que trascendiera las alianzas dirigidas por Estados Unidos y la Unión Soviética que había definido un continente dividido.
Washington no aceptaría nada de eso, insistiendo, bastante predeciblemente, en que la OTAN sigue siendo “la organización de seguridad dominante más allá de la Guerra Fría”, como ha descrito la historiadora Mary Elise Sarotte los objetivos políticos estadounidenses de la época. De hecho, un consenso de política exterior bipartidista dentro de los Estados Unidos pronto adoptó la idea de que la OTAN, en lugar de “quebrar”, se iría “fuera del área”.
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Aunque Washington había asegurado inicialmente a Moscú que la OTAN avanzaría “ni una pulgada” al este de una Alemania unificada, explica Sarotte, el eslogan pronto adquirió un “nuevo significado”: “ni una pulgada” de territorio debe estar “fuera de los límites” de la alianza. En 1999, la Alianza agregó tres países del antiguo Pacto de Varsovia; en 2004, tres más, además de tres ex repúblicas soviéticas y Eslovenia. Desde entonces, cinco países más, siendo el último Finlandia,
Iniciada por la administración Clinton mientras Boris Yeltsin se desempeñaba como el primer líder elegido democráticamente en la historia de Rusia, la expansión de la OTAN ha sido buscada por cada administración estadounidense posterior, independientemente del tenor del liderazgo ruso en un momento dado.
Justificando esta expansión radical de la OTAN, el exsenador Richard Lugar, quien alguna vez fue un destacado vocero republicano de política exterior, explicó en 1994 que “no puede haber seguridad duradera en el centro sin seguridad en la periferia”. Desde el principio, entonces, la política de expansión de la OTAN fue peligrosamente abierta.
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Estados Unidos no solo amplió con arrogancia sus compromisos nucleares y de seguridad mientras creaba fronteras de inseguridad cada vez más amplias, pero lo hizo sabiendo que Rusia, una gran potencia con un arsenal nuclear propio y una comprensible resistencia a ser absorbida por un orden global en los términos de Estados Unidos, se encontraba en esa “periferia”.
Así, Estados Unidos se embarcó imprudentemente en una política que “restauraría la atmósfera de la guerra fría en las relaciones Este-Oeste”, como había advertido el venerable experto en política exterior estadounidense, diplomático e historiador George F. Kennan. Escribiendo en 1997, Kennan predijo que este movimiento sería “el error más fatídico de la política estadounidense en toda la era posterior a la guerra fría”.
Rusia caracterizó repetidamente y sin ambigüedades la expansión de la OTAN como un cerco peligroso y provocador. La oposición a la expansión de la OTAN fue “la única constante en lo que hemos escuchado de todos los interlocutores rusos”, informó a Washington el embajador estadounidense en Moscú, Thomas R. Pickering, hace treinta años.
Todos los líderes del Kremlin desde Gorbachov y todos los funcionarios de la política exterior rusa desde el final de la Guerra Fría se han opuesto enérgicamente —tanto en público como en privado a los diplomáticos occidentales— a la expansión de la OTAN, primero a los antiguos estados satélites soviéticos y luego a los antiguos estados satélites de la Unión Soviética. repúblicas soviéticas.
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Toda la clase política rusa, incluidos los liberales occidentalizadores y los reformadores democráticos, se ha hecho eco constantemente de lo mismo. Después de que Putin insistiera en la Conferencia de Seguridad de Munich de 2007 que los planes de expansión de la OTAN no estaban relacionados con “garantizar la seguridad en Europa”, sino que representaban “una grave provocación”, Gorbachov recordó a Occidente que “para nosotros los rusos, por cierto, Putin no estaba diciendo nada nuevo”.
Desde principios de los años noventa, cuando Washington planteó por primera vez la idea de la expansión de la OTAN, hasta 2008, cuando la delegación estadounidense en la cumbre de la OTAN en Bucarest abogó por la membresía de la alianza para Ucrania y Georgia, los intercambios entre Estados Unidos y Rusia fueron monótonos.
Mientras que los rusos protestaron por los planes de expansión de la OTAN de Washington, los funcionarios estadounidenses hicieron caso omiso de esas protestas, o las señalaron como evidencia para justificar una expansión aún mayor.
El mensaje de Washington a Moscú no podría haber sido más claro ni más inquietante: la diplomacia normal entre las grandes potencias, que se distingue por el reconocimiento y la conciliación de los intereses en conflicto —el enfoque que había definido la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética incluso durante los períodos más intensos de la Guerra Fría— estaba obsoleto. Se esperaba que Rusia aceptara un nuevo orden mundial creado y dominado por Estados Unidos.
La expansión radical del mandato de la OTAN reflejó los objetivos arrogantes que el final de la Guerra Fría permitió a Washington perseguir. Históricamente, las grandes potencias tienden a centrarse pragmáticamente en reducir los conflictos entre ellas. Al reconocer francamente las realidades del poder y reconocer los intereses de los demás, por lo general pueden relacionarse entre sí de manera comercial.
Este toma y daca internacional se ve reforzado y ayuda a generar una comprensión contextual aproximada de lo que es razonable y legítimo, no en un sentido abstracto o absoluto, sino de una manera que permite a los feroces rivales comerciales moderar y acceder a las demandas y llegar a acuerdos.
Al abrazar lo que llegó a llamarse su “momento unipolar”, Washington demostró a París, Berlín, Londres, Nueva Delhi y Beijing, nada menos que a Moscú, que ya no estaría sujeto a las normas implícitas en la política de las grandes potencias, normas que restringen tanto los objetivos perseguidos como los medios empleados.
Quienes determinan la política exterior de Estados Unidos sostienen que, como declaró el presidente George W. Bush en su segundo discurso inaugural, “la supervivencia de la libertad en nuestra tierra depende cada vez más del éxito de la libertad en otras tierras”. Sostienen, como afirmó el presidente Bill Clinton en 1993, que la seguridad de los Estados Unidos exige un “enfoque en las relaciones dentro de las naciones, en la forma de gobierno de una nación, en su estructura económica”.
Independientemente de lo que uno piense de esta doctrina, que llevó a la Secretaria de Estado Madeleine Albright a llamar a Estados Unidos “la nación indispensable” y que, según Gorbachov, definió la “mentalidad de ganador peligrosa” de Estados Unidos, amplió generosamente las concepciones previamente establecidas de seguridad e interés nacional.
En su universalismo de cruzada, podría ser considerado por otros estados, con amplia evidencia de apoyo, como en el mejor de los casos temerariamente entrometido y en el peor como mesiánicamente intervencionista. Convencido de que su seguridad nacional dependía de los arreglos políticos y económicos internos de estados ostensiblemente soberanos, y por lo tanto definiendo como un objetivo legítimo la alteración o erradicación de esos arreglos si no estaban de acuerdo con sus ideales y valores profesados, la posguerra fría de Estados Unidos se convirtió en una fuerza revolucionaria en la política mundial.
Una señal temprana de este cambio fundamental fue la interferencia encubierta, abierta y (quizás lo más importante) abiertamente encubierta de Washington en los asuntos de Rusia a principios y mediados de los noventa. Un proyecto de ingeniería política, social y económica que incluía canalizar unos 1.800 millones de dólares para movimientos políticos, organizaciones e individuos considerados ideológicamente compatibles con los intereses estadounidenses y culminaron con la intromisión estadounidense en las elecciones presidenciales de Rusia de 1996.
Por supuesto, las grandes potencias siempre han manipulado tanto a sus representantes como a los estados vecinos más pequeños. Pero al intervenir tan abiertamente en los asuntos internos de Rusia, Washington le indicó a Moscú que la única superpotencia no sentía la obligación de seguir las normas de la política de las grandes potencias y, lo que quizás sea más irritante, ya no consideraba a Rusia como una potencia con sensibilidades que debían ser consideradas.
La alarma de Moscú sobre el papel hegemónico que Estados Unidos se había asignado a sí mismo se intensificó por lo que podría caracterizarse como el utopismo belicoso demostrado por la serie de guerras de cambio de régimen de Washington. En 1989, justo cuando la rivalidad mundial entre Estados Unidos y la Unión Soviética estaba terminando, Estados Unidos asumió su papel autoproclamado como “la única superpotencia restante” al lanzar su invasión de Panamá.
Moscú emitió una declaración en la que criticaba la invasión como una violación de “la soberanía y el honor de otras naciones”, pero ni Moscú ni ninguna otra gran potencia tomaron medidas explícitas para protestar por el ejercicio de la influencia de Estados Unidos en su propio patio trasero estratégico.
Sin embargo, debido a que ninguna potencia extranjera estaba utilizando a Panamá como punto de apoyo contra los Estados Unidos (y, por lo tanto, el régimen de Manuel Noriega no representaba una amenaza concebible para la seguridad de los Estados Unidos), la invasión estableció claramente las reglas básicas posteriores a la Guerra Fría: se usaría la fuerza estadounidense y se violaría el derecho internacional, no solo en busca de intereses nacionales tangibles, sino también para deponer gobiernos que Washington consideró desagradables.
La guerra de cambio de régimen de Estados Unidos en Irak, declarada “ilegal” por el secretario general de la ONU, Kofi Annan, y sus ambiciones más amplias de engendrar un cambio de imagen democrático en el Medio Oriente, demostraron el alcance y la letalidad de su impulso globalizador. Más inmediatamente inquietante para Moscú, en el contexto del constante avance de la OTAN hacia el este, fueron las implicaciones de los EE.UU.
Aunque Washington presentó el bombardeo de Yugoslavia por parte de la OTAN liderado por Estados Unidos como una intervención para prevenir los abusos contra los derechos humanos en Kosovo, la realidad era mucho más turbia. Los políticos estadounidenses le dieron a Belgrado un ultimátum que imponía condiciones que ningún estado soberano podía aceptar: renunciar a la soberanía sobre la provincia de Kosovo y permitir el reinado libre a las fuerzas de la OTAN en toda Yugoslavia. (Como supuestamente dijo un alto funcionario del Departamento de Estado en una sesión informativa extraoficial: “[Nosotros] deliberadamente pusimos el listón más alto de lo que los serbios podían aceptar”).
Luego, Washington intervino en un conflicto entre el brutal Ejército de Liberación de Kosovo (ELK)—una fuerza que previamente había sido denunciada por el Departamento de Estado de EE.UU. como una organización terrorista— y las fuerzas militares del igualmente brutal régimen de Slobodan Milošević.
La feroz campaña del ELK, que incluyó el secuestro y la ejecución de funcionarios y policías yugoslavos y sus familias, provocó una respuesta igualmente feroz de Yugoslavia, que incluyó tanto represalias asesinas como acciones militares indiscriminadas contra poblaciones civiles sospechosas de ayudar a los insurgentes.
A través de un proceso taquigráfico en el que “militantes de etnia albanesa, organizaciones humanitarias, la OTAN y los medios de comunicación se retroalimentaron para dar credibilidad a los rumores de genocidio”, para citar una investigación retrospectiva de Wall Street Journal en 2001, esta típica insurgencia se transformó en el justo casus belli de Washington. (Un proceso similar pronto se desarrollaría en el período previo a la Guerra del Golfo).
A Rusia no se le pasó por alto que Washington estaba bombardeando Belgrado en nombre de los principios humanitarios universales mientras daba a amigos y aliados como Croacia y Turquía un pase libre para contrainsurgencias salvajes que incluían los habituales crímenes de guerra, abusos contra los derechos humanos y traslados forzosos de poblaciones civiles.
El presidente Yeltsin y los funcionarios rusos protestaron enérgicamente, aunque con impotencia, por la guerra dirigida por Washington en un país con el que Rusia tradicionalmente tenía estrechos vínculos políticos y culturales. De hecho, las tropas rusas y de la OTAN estuvieron a punto de chocar en el aeropuerto de la capital provincial de Kosovo.
(La confrontación solo se evitó cuando un general británico desafió la orden de su superior, el comandante supremo de la OTAN, el general estadounidense Wesley Clark, de desplegar tropas para bloquear la llegada de paracaidistas rusos, diciéndole: “No voy a comenzar la Tercera Guerra Mundial” para ti”).
Ignorando a Moscú, la OTAN emprendió su guerra contra Yugoslavia sin la sanción de la ONU y destruyó objetivos civiles, matando a unos quinientos no combatientes (acciones que Washington considera violaciones de las normas internacionales cuando son realizadas por otras potencias). La operación no solo derrocó a un gobierno soberano, sino que también alteró por la fuerza las fronteras de un estado soberano (una vez más, acciones que Washington considera violaciones de las normas internacionales cuando son realizadas por otras potencias).
De manera similar, la OTAN llevó a cabo su guerra en Libia frente a una alarma rusa válida. Esa guerra fue más allá de su mandato defensivo —como protestó Moscú— cuando la OTAN transformó su misión de la ostensible protección de civiles al derrocamiento del régimen de Muammar Gaddafi.
La escalada, justificada por un proceso ahora familiar, que involucra historias falsas y engañosas difundidas por rebeldes armados y otras partes interesadas, produjo años de desorden violento en Libia y la convirtió en un refugio para los yihadistas. Ambas guerras se libraron contra estados que, por desagradables que fueran, no representaban una amenaza para ningún miembro de la OTAN. Su resultado fue el reconocimiento tanto en Moscú como en Washington del nuevo poder, ámbito y propósito de la OTAN.
La creciente preocupación de Rusia por las ambiciones hegemónicas de Washington, se ha visto reforzada por el profundo cambio, desde los años noventa, del equilibrio nuclear a favor de Washington. El enfrentamiento nuclear entre Estados Unidos y Rusia es el hecho dominante de su relación, un hecho que no es lo suficientemente notorio en las conversaciones actuales sobre la guerra en Ucrania.
Mucho después de Putin, e independientemente de si Rusia se convierte en una democracia de mercado, la preponderancia de los misiles nucleares de cada país estará dirigida al otro; todos los días, los submarinos con armas nucleares de uno patrullarán frente a la costa del otro. Si tienen suerte, ambos países manejarán esta situación para siempre.
A lo largo de la Guerra Fría, tanto Rusia como Estados Unidos sabían que una guerra nuclear era imposible de ganar: un ataque de uno seguramente produciría una respuesta catastrófica por parte del otro. Ambas partes monitorearon cuidadosamente este “delicado equilibrio de terror”, como lo expresó el estratega nuclear estadounidense Albert Wohlstetter en 1959, dedicando enormes recursos intelectuales y sumas de dinero para recalibrar en respuesta incluso a las más mínimas alteraciones percibidas. Sin embargo, en lugar de intentar mantener ese equilibrio nuclear estable, Washington ha estado buscando el dominio nuclear durante los últimos treinta años.
A principios de los años 2000, una serie de analistas de defensa, sobre todo Keir A. Lieber, profesor de Georgetown, y Daryl G. Press, profesor de Dartmouth y ex consultor tanto del Pentágono como de RAND Corporation, expresaron su preocupación por una convergencia de desarrollos estratégicos que han estado en marcha desde los albores del “momento unipolar” de Estados Unidos.
El primero fue la precipitada erosión cualitativa de las capacidades nucleares rusas. A lo largo de los años 90, ese declive afectó principalmente al monitoreo de Rusia de los campos de misiles balísticos intercontinentales estadounidenses, sus redes de advertencia de misiles y sus fuerzas de submarinos nucleares, todos elementos cruciales para mantener una disuasión viable. Mientras tanto, a medida que decaía la capacidad nuclear de Rusia, la de Estados Unidos se volvía cada vez más letal. Reflejando el progreso aparentemente exponencial de su llamada revolución militar-tecnológica, el arsenal de Estados Unidos se volvió inmensamente más preciso y poderoso, incluso cuando disminuyó de tamaño.
Estas mejoras no encajaban con el objetivo de disuadir el ataque nuclear de un adversario, que solo requiere la capacidad nuclear para un ataque de “contravalor” en las ciudades enemigas. Sin embargo, eran necesarios para un ataque de “contrafuerza” de desarme, capaz de adelantarse a una respuesta nuclear de represalia rusa. “Lo que la fuerza planificada parece más adecuada para proporcionar”, como concluyó un informe RAND de 2003 sobre el arsenal nuclear de EE.UU., “es una capacidad de contrafuerza preventiva contra Rusia y China. De lo contrario, los números y los procedimientos operativos simplemente no cuadran”.
Esta nueva postura nuclear obviamente inquietaría a los planificadores militares en Moscú, que habían emprendido estudios similares. Sin duda percibieron la retirada de Washington en 2002 del Tratado sobre Misiles Antibalísticos, sobre el cual Moscú expresó repetidamente sus objeciones, a la luz de estos cambios en el equilibrio nuclear, comprendiendo que la retirada de Washington, y su búsqueda concomitante de varios esquemas de defensa antimisiles mejoraría la ofensiva de Estados Unidos.
Aunque ningún sistema de defensa antimisiles podría proteger a los Estados Unidos de un ataque nuclear a gran escala, un sistema podría defenderse plausiblemente contra los muy pocos misiles que un adversario podría haber dejado después de un ataque efectivo de contrafuerza de los EE. UU.
Para los estrategas rusos, la búsqueda de la primacía nuclear por parte de Washington era presumiblemente una prueba más del esfuerzo de Estados Unidos por obligar a Rusia a adherirse al orden mundial liderado por Estados Unidos. Además, los medios que Washington empleó para realizar esa ambición golpearían justificadamente a Moscú como profundamente imprudentes. Las iniciativas que ha emprendido Estados Unidos —avances en la guerra antisubmarina y antisatélite, en la precisión y potencia de los misiles y en la detección remota de área amplia— han hecho que las fuerzas nucleares de Rusia sean aún más vulnerables.
En tales circunstancias, Moscú estaría muy tentado a comprar la disuasión a costa de dispersar sus fuerzas nucleares, descentralizar sus sistemas de comando y control e implementar políticas de “lanzamiento con advertencia”. Todas esas contramedidas podrían hacer que las crisis se intensifiquen sin control y desencadenar el uso no autorizado o accidental de armas nucleares.
Paradójicamente, la destrucción mutua asegurada proporcionó décadas de paz y estabilidad. Eliminar la reciprocidad mediante el cultivo de capacidades abrumadoras de contrafuerza (es decir, primer ataque) es, en otra paradoja, cortejar la volatilidad y una mayor probabilidad de un intercambio nuclear extremadamente destructivo.
Desde el punto más bajo del poder ruso en la década y media que siguió al colapso soviético, Rusia ha reforzado tanto su disuasión nuclear como, hasta cierto punto, sus capacidades de contrafuerza. A pesar de esto, el liderazgo de la contrafuerza de Estados Unidos en realidad ha crecido. Y, sin embargo, los líderes estadounidenses a menudo se sienten ofendidos cuando Rusia toma medidas para actualizar sus propias capacidades nucleares. “Desde el punto de vista de Moscú. . . Las fuerzas nucleares estadounidenses parecen realmente temibles y lo son”, observan Lieber y Press. Estados Unidos, continúan, está “jugando estrategia duramente en el dominio nuclear, y luego actúa como si los rusos estuvieran paranoicos por temer las acciones de Estados Unidos”.
El mismo solipsismo definió la evaluación de Estados Unidos de lo que insistía era la amenaza rusa para la OTAN. A pesar de las persistentes advertencias de Moscú de que consideraba la expansión de la OTAN como una amenaza, la creciente alianza intensificó sus provocaciones. A principios de la década de 1980, la OTAN llevó a cabo ejercicios militares masivos en Lituania y Polonia —donde había establecido un cuartel general permanente del ejército— y, en la frontera con Rusia, en Letonia y Estonia.
En 2015, se informó que el Pentágono estaba “revisando y actualizando sus planes de contingencia para un conflicto armado con Rusia” y, en probable contravención de un acuerdo de 1997 entre la OTAN y Moscú, Estados Unidos ofreció estacionar equipo militar en los territorios de países aliados de la OTAN en Europa del Este, una medida que un general ruso calificó como “la medida más agresiva del Pentágono y la OTAN desde la Guerra Fría”.
El representante permanente de Estados Unidos ante la OTAN identificó explícitamente “Rusia y las actividades malignas de Rusia” como el objetivo “principal” de la OTAN. Estados Unidos justificó estos movimientos como respuestas necesarias a las hostilidades rusas en Ucrania y a la necesidad -como expresó el editorial del New York Times, un renacimiento de la retórica de la Guerra Fría en 2018- de “contener” la “amenaza rusa”. ¿Y qué hizo que los rusos fueran una amenaza? Según un informe de 2018 del Pentágono, su intención era “romper” la OTAN, el pacto militar organizado contra ellos.
Si bien los rusos de todas las tendencias políticas han juzgado como una amenaza el envolvimiento de Washington de los antiguos aliados del Pacto de Varsovia de Rusia y sus antiguas repúblicas soviéticas bálticas en la OTAN, han visto la perspectiva de la expansión de la alianza en Ucrania como básicamente apocalíptica. De hecho, debido a que desde el principio Washington definió la expansión de la OTAN como un proceso abierto e ilimitado, la aprensión general de Rusia sobre el avance de la OTAN hacia el este estaba indisolublemente ligada a su temor específico de que Ucrania finalmente se incorporaría a la alianza.
Esa opinión ciertamente reflejaba los intensos y tensos lazos culturales, religiosos, económicos, históricos y lingüísticos de los rusos con Ucrania. Pero las preocupaciones estratégicas eran primordiales. Crimea (la mayoría de cuya población es lingüística y culturalmente rusa, y ha demostrado constantemente su deseo de volver a unirse a Rusia) ha sido el hogar de la Flota del Mar Negro de Rusia, con sede en Sebastopol, desde 1783.
Desde entonces, la península ha sido la ventana de Rusia hacia el Mediterráneo y Oriente Medio, y la clave de sus defensas del sur. Poco después de la disolución de la Unión Soviética, Rusia llegó a un acuerdo con Ucrania para arrendar la base en Sebastopol. Hasta su anexión de Crimea en 2014, a Rusia le preocupaba que, si Ucrania se unía a la OTAN, Moscú no solo tendría que entregar su base naval más grande, pero esa base se incorporaría forzosamente a un pacto militar hostil, que resulta ser la entidad militar más poderosa del mundo. El Mar Negro se habría convertido en el lago de la OTAN.
Los expertos occidentales han reconocido durante mucho tiempo la unanimidad y la intensidad del temor de los rusos a que Ucrania se una a la OTAN. En su estudio de 1995 sobre los puntos de vista rusos sobre la expansión de la OTAN, que sondeó la opinión popular y de élite e incorporó entrevistas extraoficiales con figuras políticas, militares y diplomáticas de todo el espectro político, Anatol Lieven, el estudioso de Rusia y luego corresponsal en Moscú del Times de Londres, concluyó que “los movimientos hacia la membresía de Ucrania en la OTAN desencadenarían una respuesta rusa realmente feroz” y que “los rusos considerarían la membresía de Ucrania en la OTAN como una catástrofe de proporciones históricas”. Citando a un oficial naval ruso, señaló que impedir la expansión de la OTAN en Ucrania y su consiguiente control de Crimea era “algo por lo que los rusos lucharán”.
Teniendo en cuenta estos puntos de vista, las reglas básicas de Rusia para Ucrania, el epítome de la realpolitik, eran claras. Como se explica en el dictado de Yeltsin de 1999 al presidente ucraniano Leonid Kuchma, Kiev no debía entrar en acuerdos de cooperación con la OTAN, y mucho menos unirse a ella. Kiev tampoco podía orientar sus relaciones exteriores y económicas hacia Occidente de manera que desfavoreciera a Moscú.
Yeltsin tampoco exigió a Kiev que orientara su política exterior o de defensa hacia Moscú. Entendiendo que la expansión de la OTAN no podía revertirse, la visión de Moscú de un acuerdo de seguridad europeo duradero podría haber implicado diversos grados de limitaciones de armas en los países del glacis oriental de la OTAN y un estado permanentemente neutral, orientado al este y al oeste para Ucrania (algo así como el estatus de Guerra Fría de Austria), incluido un acuerdo que descarta la membresía en la OTAN.
Washington comprendió plenamente la causa y la intensidad del pánico de Moscú ante la perspectiva de que Occidente absorbiera a Ucrania en su órbita, así como las adaptaciones diplomáticas y de seguridad que Rusia requería. Pero en lugar de intentar alcanzar un modus vivendi con Rusia, los funcionarios estadounidenses continuaron presionando para la expansión de la OTAN y apoyaron revoluciones de color en Yugoslavia, Georgia, Ucrania y otras ex repúblicas soviéticas como parte de una aparente estrategia para sacar estas áreas de la órbita de Moscú e incrustarlas en las estructuras euroatlánticas. En la segunda administración de George W. Bush, Ucrania se había convertido en el escenario principal de esta competencia.
Dos acontecimientos críticos precipitaron la guerra de Rusia en Ucrania. En primer lugar, en la cumbre de Bucarest de la OTAN en abril de 2008, la delegación estadounidense, encabezada por el presidente Bush, instó a la alianza a poner a Ucrania y Georgia en el camino inmediato hacia la membresía de la OTAN.
La canciller alemana Angela Merkel entendió las implicaciones de la propuesta de Washington: “Estaba muy segura. . . que Putin no iba a dejar que eso sucediera”, recordó en 2022. “Desde su perspectiva, eso sería una declaración de guerra”. El embajador de Estados Unidos en Moscú, William J. Burns, compartió la evaluación de Merkel. Burns ya había advertido a la Secretaria de Estado Condoleezza Rice en un correo electrónico clasificado:
La entrada de Ucrania en la OTAN es la más brillante de todas las líneas rojas para la élite rusa (no solo para Putin). En más de dos años y medio de conversaciones con actores rusos clave, desde los que arrastran los nudillos en los oscuros rincones del Kremlin hasta los críticos liberales más agudos de Putin, todavía tengo que encontrar a alguien que vea a Ucrania en la OTAN como algo más que un desafío directo a los intereses rusos. Se consideraría que la OTAN está “lanzando el guante estratégico”, concluyó Burns. “La Rusia de hoy responderá”.
Consternada por la propuesta de Washington, Merkel y el presidente francés Nicolas Sarkozy lograron descarrilarla. Pero el compromiso de la alianza de “cuándo, no si”, que prometía que Ucrania y Georgia “se convertirían en miembros de la OTAN”, fue lo suficientemente provocativo. Al asistir a las negociaciones hacia el cierre de la cumbre sobre la cooperación en el transporte de suministros a las fuerzas de la OTAN en Afganistán, Putin advirtió públicamente que Rusia consideraría cualquier esfuerzo por empujar a la OTAN a sus fronteras “como una amenaza directa”.
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En privado, se informa que le aconsejó a Bush que “si Ucrania se une a la OTAN, lo hará sin Crimea y las regiones del este. Simplemente se derrumbará”. Cuatro meses después, como había pronosticado Burns, Moscú, habiendo llegado a la conclusión de que la incorporación de Ucrania a la OTAN era inevitable, respondió lanzando una guerra de cinco días con Georgia.
El segundo evento precipitante se produjo cuando Ucrania comenzó a hablar sobre la formación de un “acuerdo de asociación” con la Unión Europea en septiembre de 2008 y, en octubre, solicitó un préstamo del Fondo Monetario Internacional para estabilizar su economía después del colapso financiero mundial.
El acuerdo de asociación, que finalmente pedía la “convergencia gradual en asuntos exteriores y de seguridad con el objetivo de una participación cada vez más profunda de Ucrania en el área de seguridad europea”, habría impedido que Ucrania se uniera a la Unión Económica Euroasiática planificada por Moscú, una alta prioridad para el Kremlin. —mientras acercaba a Ucrania a Occidente. Claramente, la UE estaba aprovechando la oportunidad de incorporar a Ucrania a la órbita de Occidente, un resultado que Moscú había definido durante mucho tiempo como intolerable.
El presidente ucraniano pro-Moscú, elegido democráticamente, aunque corrupto, Viktor Yanukovych inicialmente favoreció tanto el acuerdo con la UE como el préstamo del FMI. Pero después de que los líderes de EE.UU. y la UE comenzaran a vincular efectivamente a los dos en 2013, Moscú ofreció a Kiev un paquete de asistencia más atractivo por valor de unos $ 15 mil millones (y sin las onerosas medidas de austeridad que habría impuesto la ayuda occidental), que Yanukovich aceptó.
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Este cambio de rumbo condujo a las protestas de Euromaidan y, en última instancia, a la decisión de Yanukovych de huir de Kiev. Aunque mucho sobre estos eventos sigue sin estar claros, la evidencia circunstancial apunta a que Estados Unidos promueve de manera semi-encubierta el cambio de régimen al desestabilizar a Yanukovich.
Una grabación de una conversación entre la alta funcionaria de política exterior de EE. UU., Victoria Nuland, y el embajador de EE.UU. en Ucrania, sugiere que incluso intentaron manipular la composición del gabinete ucraniano posterior al golpe. (Ex asesora del vicepresidente Dick Cheney y halcón anti-Rusia desde hace mucho tiempo, Nuland es ahora subsecretario de Estado para Asuntos Políticos y una arquitecta clave de la respuesta de Washington a la guerra en Ucrania). Para Moscú, estos episodios de interferencia política demostraron la intención de Washington de llevar a Ucrania al campo occidental.
En respuesta a la caída de Yanukovych, Rusia, tal como Putin había insinuado en Bucarest, anexó Crimea y aumentó su apoyo a los rebeldes separatistas de habla rusa en el Donbass. Washington, a su vez, aceleró sus esfuerzos para llevar a Kyiv a la órbita occidental.
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En 2014, la OTAN comenzó a entrenar a aproximadamente diez mil soldados ucranianos al año, inaugurando el programa de Washington de armar, entrenar y reformar las fuerzas armadas de Kiev como parte de un esfuerzo más amplio para lograr, para citar la Carta de Asociación Estratégica entre Estados Unidos y Ucrania del Departamento de Estado de 2021, integrara a Ucrania a la “plena integración en las instituciones europeas y euroatlánticas”.
Ese objetivo, según la carta, estaba vinculado al “compromiso inquebrantable” de Estados Unidos con la defensa de Ucrania, así como con su eventual membresía en la OTAN. La carta también afirmó el reclamo de Kiev sobre Crimea y sus aguas territoriales.
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Para 2021, los ejércitos de Ucrania y la OTAN habían intensificado su coordinación en ejercicios conjuntos como “Rapid Trident 21”, que fue dirigido por el ejército ucraniano con la participación de quince militares y anunciado por el general ucraniano que codirigió que tenía la intención de “mejorar el nivel de interoperabilidad entre las unidades y los cuarteles generales de las Fuerzas Armadas de Ucrania, los Estados Unidos y los socios de la OTAN”.
Dadas las armas y el entrenamiento que el ejército ucraniano había absorbido, y dados los recientemente explícitos compromisos diplomáticos, militares e ideológicos de Washington y la OTAN con Kiev y, lo que es más importante, dado el sofisticado programa de la OTAN para integrar las fuerzas de Ucrania con las suyas propias, Ucrania ahora podría ser vista como un miembro de facto de la alianza. Así, Washington había demostrado su voluntad de cruzar lo que William J. Burns, ahora director de la CIA de Biden, había llamado hace quince años “la más brillante de todas las líneas rojas”.
A principios de 2021, Rusia respondió acumulando fuerzas en la frontera de Ucrania con la intención, expresada de forma clara y repetida, de detener la integración de Ucrania en la OTAN. El 17 de diciembre de 2021, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia transmitió a Washington un borrador de tratado que reflejaba los objetivos de seguridad de larga data de Moscú.
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Una disposición clave del borrador decía: “Los Estados Unidos de América se comprometerán a evitar una mayor expansión hacia el este de la Organización del Tratado del Atlántico Norte y a negar la adhesión a la Alianza de los Estados de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas”. Otras disposiciones propusieron prohibir a Washington establecer bases militares en Ucrania y participar en una cooperación militar bilateral con Kiev.
Lejos de expresar ambición alguna de conquistar, ocupar y anexar Ucrania (una meta imposible para los 190.000 soldados que Rusia finalmente desplegó en su ataque inicial contra el país), todas las gestiones y demandas de Moscú durante el período previo a la invasión dejaron claro que “la clave de todo es la garantía de que la OTAN no se expandirá hacia el este”, como dijo el ministro de Relaciones Exteriores, Sergey Lavrov, en una conferencia de prensa el 14 de enero de 2022. “Nos oponemos categóricamente a que Ucrania se una a la OTAN”, explicó Putin dos días antes. invadiendo Ucrania, “porque esto representa una amenaza para nosotros, y tenemos argumentos para apoyar esto. He hablado repetidamente sobre eso”.
Incluso si las declaraciones de Moscú se toman al pie de la letra, las acciones de Rusia podrían condenarse como las de un estado agresivo e ilegítimo. En el mejor de los casos, esas acciones demuestran la convicción de Rusia de que tiene derecho a supervisar a sus vecinos soberanos más pequeños, una afirmación que concuerda con lo que Washington y los expertos en política exterior condenan como un concepto repugnante: el de las “esferas de influencia”.
Sin duda, cualquier poder que impone una esfera de influencia se comporta necesariamente de una manera implícitamente agresiva. Que un poder defina un área fuera de sus fronteras e imponga límites a la soberanía de los estados dentro de esa área es contrario a los ideales wilsonianos que Estados Unidos profesa desde 1917.
En uno de sus últimos discursos como vicepresidente, en 2017, Biden condenó a Rusia por “trabajar con todas las herramientas disponibles para . . . volver a una política definida por esferas de influencia” y por “buscar el regreso a un mundo donde los fuertes imponen su voluntad . . . mientras que los vecinos más débiles se alinean”. Debido al compromiso de Estados Unidos con un orden mundial justo y moral, insistió Biden, citando sus propias palabras de la Conferencia de Seguridad de Munich en 2009, “no reconoceremos a ninguna nación que tenga una esfera de influencia”.
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Esa postura seria no reconoce las esferas de influencia, históricamente sin precedentes en su alcance, que Estados Unidos reclama para sí mismo. Desde la promulgación de la Doctrina Monroe hace dos siglos, Estados Unidos se ha arrogado explícitamente una esfera de influencia que se extiende desde el Ártico canadiense hasta Tierra del Fuego.
Pero su esfera de influencia que rodea el globo también abarca la extensión, de este a oeste, desde Estonia hasta Australia y hasta el continente asiático. En la discusión actual sobre la guerra en Ucrania, entonces, falta cualquier apreciación de cómo Estados Unidos respondería —y ha respondido— a las incursiones de potencias extranjeras en su propia esfera de influencia.
Después de todo, ¿cuál sería la reacción de Estados Unidos si México invitara a China a estacionar buques de guerra en Acapulco y bombarderos en Guadalajara? Durante los últimos años, un analista militar civil que ha trabajado en cuestiones de seguridad internacional con el Pentágono, ha planteado esta pregunta a los líderes emergentes de las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia de EE. UU. a quienes da conferencias regularmente.
Sus reacciones, nos dijo, van desde cortar los lazos económicos y ejercer “la máxima presión de política exterior sobre México para lograr que cambien de rumbo” hasta “necesitamos empezar por ahí, y luego usar la fuerza militar si es necesario”, revelando cuán reflexivamente estos los profesionales militares y de inteligencia defenderían la propia esfera de influencia de Estados Unidos.
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Tipificando el egocentrismo que rige el enfoque de EE. UU. hacia el mundo en general y las relaciones con Rusia en particular, ninguno de estos futuros líderes militares y de inteligencia ha pensado en conectar, incluso en el último año, lo que creen que sería la respuesta de Washington a la hipotética situación en México con la reacción de Moscú a la expansión de la OTAN y la política hacia Ucrania. Cuando el analista estableció esas conexiones, los militares y los oficiales de inteligencia se sorprendieron y en muchos casos admitieron, como informa el analista, “’Maldita sea, nunca pensé lo que le estamos haciendo a Rusia bajo esa luz”.
Pero la determinación de Estados Unidos de mantener su propia esfera de influencia es más que hipotética, como lo demostró la crisis de los misiles en Cuba. Gracias a una interpretación engañosa de los hechos que los miembros de la Administración Kennedy transmitieron a una prensa crédula y luego reprodujeron en sus memorias, la mayoría de los estadounidenses ven ese episodio como un ejemplo de la determinación justificada de Estados Unidos cuando se enfrenta a una amenaza militar no provocada e injustificada.
Pero el despliegue de misiles de Rusia en Cuba no fue sin provocación. Washington ya había desplegado misiles de alcance intermedio en Gran Bretaña, Italia y, de manera más provocativa, en una medida contra la que habían advertido los expertos en defensa y los líderes del Congreso estadounidenses, en las puertas de Rusia en Turquía. Además, durante la crisis, fueron las acciones estadounidenses, no las rusas o cubanas, las que se considerarían agresivas e ilegales según el derecho internacional.
Los paralelismos entre Ucrania y Cuba son profundos. Así como Moscú ha justificado su guerra en Ucrania como respuesta a una amenaza militar extranjera que emana de un país vecino, Washington justificó su reacción belicosa y potencialmente calamitosa a los misiles soviéticos en Cuba.
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Así como Ucrania, incluso antes de la invasión rusa, estaba en todo su derecho según el derecho internacional de recibir el apoyo militar de la OTAN, así Cuba, como estado soberano, tenía todo el derecho de aceptar la oferta de misiles de la Unión Soviética. La aceptación de Cuba fue en sí misma una respuesta legítima a la agresión: Estados Unidos había estado llevando a cabo una campaña ilegal de cambio de régimen contra Cuba que incluía un intento de invasión, ataques terroristas, sabotajes, ataques paramilitares y una serie de intentos de asesinato.
Estados Unidos puede ver el miedo de Rusia a la OTAN como infundado y paranoico, y por lo tanto incomparable con la reacción de Washington a la instalación de misiles nucleares de mediano y mediano alcance, armamentos que el presidente John F. Kennedy declaró públicamente como “armas ofensivas. . . constituyendo una amenaza explícita a la paz y seguridad de todas las Américas”.
Pero como reconoció Kennedy ante su comité asesor de seguridad especial el primer día de la crisis: “No importa si te vuela por los aires un misil balístico intercontinental que vuela desde la Unión Soviética o uno que estaba a noventa millas de distancia. La geografía no significa tanto”. El asesor de Seguridad Nacional McGeorge Bundy y el secretario de Defensa Robert S. McNamara también admitieron que los misiles no alteraron el equilibrio nuclear.
Los aliados de Estados Unidos, explicó Bundy, estaban consternados de que Estados Unidos amenazara con una guerra nuclear por una condición estratégicamente insignificante —la presencia de misiles de mediano y mediano alcance en un país vecino— con la que esos aliados (y, en realidad, los soviéticos) habían estado viviendo durante años. Al resumir los puntos de vista de la mayoría del comité asesor, el abogado especial Theodore C. Sorensen señaló:
“En general, se acepta que estos misiles, incluso cuando están en pleno funcionamiento, no alteran significativamente el equilibrio de poder, es decir, no aumentan significativamente el megatonelaje potencial capaz de desencadenarse en suelo estadounidense, incluso después de un ataque nuclear estadounidense sorpresa”.
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Sin embargo, Estados Unidos consideró que los misiles estratégicamente insignificantes eran una provocación inaceptable que ponía en peligro su posición de tipo duro con sus aliados y adversarios, sin mencionar las fortunas electorales de la Administración Kennedy. (Como reconoció McNamara ante el comité asesor el primer día de la crisis: “Seré muy franco. No creo que haya un problema militar aquí… Este es un problema político interno”).
Washington por lo tanto, se embarcó en un curso extremo y peligroso para forzar su eliminación, emitiendo un ultimátum a una superpotencia nuclear, un movimiento asombrosamente provocativo, que inmediatamente creó una crisis que fácilmente podría haber llevado a una violencia apocalíptica.
Además, al imponer un bloqueo a Cuba, una táctica que ahora sabemos que puso a las superpotencias al borde de una confrontación nuclear, la administración inició un acto de guerra que contravino el derecho internacional. El asesor legal del Departamento de Estado recordó más tarde: “Nuestro problema legal fue que la acción no fue ilegal”.
Hasta aquí la confesión del presidente Biden de que Estados Unidos basa su política en la convicción “de que los estados soberanos tienen derecho a tomar sus propias decisiones y elegir sus propias alianzas”.
En resumen, en un episodio de política exterior celebrado por su rectitud y sabiduría, Estados Unidos, dentro de su esfera de influencia autodefinida, cometió varios actos de agresión y guerra contra su vecino, un estado soberano, y cometió un acto de guerra contra su rival global para forzar a ambos estados a ajustarse a su voluntad.
Lo hizo porque, justificadamente o no, consideró intolerables los arreglos internos y la relación de seguridad de su vecino con una gran potencia extranjera. En el proceso, acercó al mundo al Armagedón más que en cualquier otro momento de la historia. Al menos hasta ahora.
El punto aquí no es hacer argumentos de equivalencia moral. Más bien, dado que, históricamente, Washington ha respondido agresivamente a situaciones similares a aquellas en las que ha colocado a Rusia hoy, el motivo de la agresión rusa en Ucrania probablemente no sea la megalomanía expansionista, sino exactamente lo que Moscú declara que es: alarma defensiva sobre una expansión expansiva. la influencia militar del rival en un vecino limítrofe y estratégicamente esencial.
Reconocer esto es simplemente el primer paso que deben dar los funcionarios estadounidenses si desean alejarse del precipicio de la aniquilación nuclear y avanzar hacia un acuerdo negociado basado en el realismo de la política exterior.
¿Hasta qué punto Washington estaría siquiera interesado en una resolución negociada de la guerra en Ucrania? Después de todo, una gran cantidad de evidencia sugiere que el objetivo real de la administración, aunque solo sea parcialmente reconocido, es derrocar al gobierno de Rusia. Las sanciones draconianas que Estados Unidos impuso a Rusia fueron diseñadas para colapsar su economía.
Como informó el New York Times , estas sanciones encendió preguntas en Washington y en las capitales europeas sobre si los eventos en cascada en Rusia podrían conducir a un “cambio de régimen” o al colapso del gobierno, que el presidente Biden y los líderes europeos evitan mencionar.
Al etiquetar repetidamente a Putin como un “criminal de guerra” y un dictador asesino, el presidente Biden (utilizando la misma retórica febril que sus predecesores desplegaron contra Noriega, Milošević, Gadafi y Saddam Hussein) ha circunscrito las opciones diplomáticas de Washington, haciendo que el cambio de régimen sea el única resultado aceptable de la guerra.
La diplomacia requiere una comprensión de los intereses y motivos de un adversario y la capacidad de hacer compromisos juiciosos. Pero al asumir una visión maniquea de la política mundial, como se ha convertido la postura reflexiva de Washington, “el compromiso, la virtud de la vieja diplomacia, se convierte en la traición de la nueva”, como dijo el estudioso de la política exterior Hans Morgenthau, “por la acomodación mutua de pretensiones contradictorias. . . equivale a rendirse cuando las normas morales mismas son lo que está en juego en el conflicto”.
Washington, entonces, no contemplará el fin del conflicto hasta que Rusia reciba una derrota decisiva. Haciéndose eco de los comentarios anteriores de Biden, el secretario de Defensa, Lloyd Austin, declaró en abril de 2022 que el objetivo es debilitar militarmente a Rusia. El secretario de Estado, Antony Blinken, ha rechazado repetidamente la idea de negociar, insistiendo en que Moscú no toma en serio la paz.
Por su parte, Kiev ha indicado que se conformará nada menos que con la devolución de todo el territorio ucraniano ocupado por Rusia, incluida Crimea. El ministro de Relaciones Exteriores de Ucrania, Dmytro Kuleba, ha respaldado la estrategia de ejercer suficiente presión militar sobre Rusia para inducir su colapso político.
Por supuesto, el mismo ímpetu que empuja hacia una guerra en busca de fines desmesurados catapulta a Washington a emprender una guerra empleando medios ilimitados, un impulso encapsulado en la fórmula, invocada sin cesar por los legisladores y políticos de Washington: “Lo que sea necesario, mientras dure”.
A medida que Estados Unidos y sus aliados de la OTAN vierten armas cada vez más sofisticadas en el campo de batalla, es probable que Moscú se vea obligado (por necesidad militar, si no por la presión interna popular) a interceptar las líneas de comunicación que transmiten estos envíos de armas a las fuerzas de Ucrania, que podría conducir a un enfrentamiento directo con las fuerzas de la OTAN. Más importante aún, a medida que aumenten inevitablemente las bajas rusas, se intensificará la animosidad hacia Occidente. Una estrategia guiada por “lo que sea necesario, durante el tiempo que sea necesario” aumenta enormemente el riesgo de accidentes y escalada.
La guerra de poderes abrazada por Washington hoy habría sido evitada por el Washington de la Guerra Fría. Y algunos de los mismos malentendidos que han contribuido al inicio de esta guerra la hacen mucho más peligrosa de lo que reconoce Washington. La estrategia de expansión de la OTAN de Estados Unidos y su búsqueda de la primacía nuclear surgen de su papel autoproclamado como “la nación indispensable”.
La amenaza que Rusia percibe en ese papel, y por lo tanto lo que ve que está en juego en esta guerra, multiplica aún más el peligro. Mientras tanto, la disuasión nuclear, que exige un monitoreo y ajuste cuidadoso, frío e incluso cooperativo entre los adversarios potenciales, se ha debilitado tanto por la estrategia estadounidense como por la hostilidad y la sospecha creada por esta acalorada guerra de poder. Rara vez ha sido más necesario lo que Morgenthau elogió como las virtudes de la antigua diplomacia; rara vez han sido más abjurados.
Ni Moscú ni Kiev parecen capaces de alcanzar plenamente sus objetivos de guerra declarados. A pesar de su proclamada anexión de los distritos administrativos de Luhansk, Donetsk, Zaporizhzhia y Kherson, es poco probable que Moscú establezca un control total sobre ellos. Es igualmente poco probable que Ucrania recupere todo su territorio anterior a 2014 perdido ante Moscú. Salvo el colapso total de cualquiera de los bandos, la guerra solo puede terminar con un compromiso.
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Llegar a tal acuerdo sería extremadamente difícil. Rusia necesitaría devolver sus ganancias posteriores a la invasión en el Donbass, y contribuir significativamente a un fondo internacional para reconstruir Ucrania. Por su parte, Ucrania tendría que aceptar la pérdida de algún territorio en Lugansk y Donetsk y quizás someterse a un arreglo, posiblemente supervisado por la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, que le otorgaría un grado de autonomía cultural y política local a áreas adicionales de habla rusa del Donbas.
Más dolorosamente, Kiev necesitaría conceder la soberanía de Rusia sobre Crimea, mientras cede territorio para un puente terrestre entre la península y Rusia. Un acuerdo de paz tendría que permitir que Ucrania mantuviera simultáneamente relaciones económicas estrechas con la Unión Económica Euroasiática y con la Unión Europea (para permitir este arreglo, Bruselas tendría que ajustar sus reglas). Lo más importante de todo, dado que el fantasma de la membresía de Ucrania en la OTAN fue la causa desencadenante de la guerra, Kiev tendría que renunciar a la membresía y aceptar la neutralidad permanente.
El respaldo de Washington al objetivo del presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, de recuperar “todo el territorio” ocupado por Rusia desde 2014, y la promesa de Washington, mantenida desde hace más de quince años, de que Ucrania se convertirá en miembro de la OTAN, son impedimentos importantes para poner fin a la guerra.
Ver Ex Jefe Seguridad EEUU Graham Fuller: En Ucrania EEUU se disparó un tiro en el pie
No se equivoquen, un acuerdo de este tipo tendría que tener en cuenta los intereses de seguridad de Rusia en lo que durante mucho tiempo ha llamado su “cercano en el extranjero” (es decir, su esfera de influencia) y, al hacerlo, requeriría la imposición de límites. sobre la libertad de acción de Kiev en su política exterior y de defensa (es decir, sobre su soberanía).
Tal compromiso, guiado por el ethos de la antigua diplomacia, sería un anatema para las ambiciones y los valores declarados de Washington. Aquí, nuevamente, se aplican las lecciones, reales y no, de la Crisis de los Misiles en Cuba. Para mejorar su reputación de dureza, Kennedy y sus asesores más cercanos difundieron la historia de que obligaron a Moscú a retroceder y retirar unilateralmente sus misiles frente a la férrea resolución estadounidense.
De hecho, Kennedy, sacudido por las potencialidades apocalípticas de la crisis que en gran medida había provocado, accedió en secreto a la oferta de Moscú de retirar sus misiles de Cuba a cambio de que Washington retirara sus misiles de Turquía e Italia. Por lo tanto, la crisis de los misiles en Cuba no se resolvió con firmeza sino con compromiso.
Pero debido a que ese quid pro quo se ocultó con éxito a una generación de estrategas y responsables de la política exterior, al público estadounidense e incluso a Lyndon B. Johnson, el propio vicepresidente de Kennedy, JFK y su equipo reforzaron la noción peligrosa de que la firmeza en la cara de lo que Estados Unidos interpreta como agresión, junto con la escalada gradual de las amenazas militares y la acción para contrarrestar esa agresión, definen una estrategia de seguridad nacional exitosa. Estas falsas lecciones de la Crisis de los Misiles Cubanos fueron una de las principales razones por las que Johnson se vio impulsado a enfrentar la supuesta agresión comunista en Vietnam, sin importar los costos y riesgos.
Aún más repulsivas para la autodenominación de Washington como la única superpotencia mundial serían las condiciones necesarias para alcanzar un acuerdo europeo integral tras la guerra de Ucrania. Ese acuerdo, también guiado por la vieja diplomacia, tendría que parecerse a la visión, frustrada por Washington, que Genscher, Mitterrand y Gorbachov intentaron ratificar al final de la Guerra Fría.
Tendría que parecerse a la noción de Gorbachov de un “hogar europeo común” y a la visión de Charles de Gaulle de una comunidad europea “desde el Atlántico hasta los Urales”. Y tendría que reconocer a la OTAN por lo que es (y por lo que De Gaulle la calificó): un instrumento para promover la primacía de una superpotencia al otro lado del Atlántico.
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Ese pacto ha hecho permanente lo que Kennan llamó, en 1948, “la congelación de Europa” a lo largo de la línea creada por el enfrentamiento entre Estados Unidos y Rusia. Desde el final de la Guerra Fría, la OTAN ha tenido éxito en empujar las fronteras de su propio Telón de Acero para “golpear las de Rusia” (como dijo Kennan en 1997).
Al despertar la ansiedad rusa, ha aumentado la tensión, el conflicto y las tendencias más belicosas de Rusia, exponiendo así tanto a Europa como a Estados Unidos a una guerra nuclear. Dependiendo del punto de vista de cada uno, la membresía en la OTAN implica la perspectiva de sacrificar Nueva York por Berlín (como sostenía el lema de la Guerra Fría) o la perspectiva de “aniquilación sin representación” (como se dice que lo expresó De Gaulle). Por lo tanto, una nueva estructura de seguridad europea debe reemplazar a la OTAN.
Este nuevo sistema podría adoptar la noción de una comunidad de Europa, pero en realidad los estados poderosos ejercerían una influencia enorme (como lo hacen en la UE y la ONU). Tal sistema se asemejaría en aspectos fundamentales a un Concierto de Europa moderno, en el que los estados dominantes de la UE, por un lado, y Rusia, por el otro, reconocen los intereses de seguridad de cada uno, incluidas sus respectivas esferas de influencia.
En la práctica, esto significaría, por ejemplo, que los estados bálticos y Polonia disfrutarían del mismo grado amplio, pero en última instancia limitado, de soberanía que, por ejemplo, Canadá. También significaría que, si bien París y Berlín no encontrarán los arreglos internos de Moscú de su agrado, reanudarán las relaciones económicas y comerciales con Rusia y se basarán en una miríada de otras áreas de interés común.
En cuanto a la posición futura de estados como Ucrania y Georgia, el enfoque de Europa (y el de Washington) tendría que ser similar al enfoque que el diplomático Helmut Sonnenfeldt, mientras se desempeñaba como consejero en el Departamento de Estado en 1976, abogó por adoptar hacia la Las relaciones de la Unión Soviética con sus satélites: “una política de respuesta a las aspiraciones claramente visibles en Europa del Este de una existencia más autónoma dentro del contexto de una fuerte influencia geopolítica soviética”.
Tal enfoque reduciría la tensión al reconocer el interés estratégico de Rusia en su esfera de influencia, lo que induciría a Moscú a ejercer su pretensión de supervisión en esa esfera con la mayor ligereza posible.
Por supuesto, cualquiera que sea la estrategia que elaboren los europeos con respecto a Moscú, sería y debería ser un asunto que los europeos deberían determinar por completo. Inevitablemente, la búsqueda de un nuevo sistema de seguridad europeo —y la adopción de la antigua diplomacia que encarnaría— significaría una disminución sustancial del papel global de Washington.
Ver UCRANIA: La lúcida visión de Naom Chomsky
Al permitir que un Concierto de Europa actúe de manera verdaderamente independiente, Washington renunciaría efectivamente a la búsqueda de la hegemonía global y a la creencia de que su política exterior debe estar guiada por la convicción de que, para citar al presidente Clinton, tiene una “contribución particular que hacer en la marcha del progreso humano.”
En otras palabras, Estados Unidos aceptaría que sería lo que el presidente Clinton prometió que no sería, “simplemente. . . otro gran poder.” Todos los presidentes posteriores a la Guerra Fría han retrocedido ante este papel. Pero una autoimagen más restringida e incluso pedestre podría permitir a Estados Unidos por fin buscar una relación más tolerante con un mundo recalcitrante.
“Una gran potencia madura hará un uso medido y limitado de su poder”, escribió el periodista y crítico de política exterior Walter Lippmann en abril de 1965, tres meses antes de que Estados Unidos se comprometiera con una guerra terrestre en Vietnam. Evitará la teoría de un deber global y universal, que no sólo lo compromete a interminables guerras de intervención, sino que intoxica su pensamiento con la ilusión de que es un cruzado por la justicia.
Las políticas que Washington ha aplicado hacia Moscú y Kiev, a menudo bajo la bandera de la rectitud y el deber, han creado condiciones que hacen que el riesgo de una guerra nuclear entre Estados Unidos y Rusia sea mayor que nunca. Lejos de hacer que el mundo sea más seguro poniéndolo en orden, lo hemos hecho aún más peligroso.-
Ver Richard Black, senador y coronel americano: «EEUU está llevando al mundo a la guerra nuclear»
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